Las clases transcurrieron con
normalidad, o por lo menos hasta que el receso acabó.
A mitad de la clase, una mujer tocó la
puerta y le pidió a la maestra un minuto de su tiempo. La maestra dejó el
frente y fue a la puerta, después de que hablaron la misteriosa mujer entró al
salón y se puso al frente de todos.
-Chicos, mi nombre es Larissa, y soy la
nueva psicóloga. –Se presentó con un tono suave y pintoresco. Nosotros nos
mirábamos mutuamente, como si buscáramos respuesta en los ojos ajenos. –No sé
si recuerden que hace una semana se les hizo escribir algunas cosas en una
hoja. –No fue muy difícil recordar, ya que en esa hoja decía que debíamos
escribir lo que más nos había causado daño
y que no podíamos olvidar, yo escribí lo de mi papá, aun si era tonto
contarle eso a una hoja. –Bueno pues… los nombres que voy a mencionar, son de
las personas que necesito que me acompañen. –Puso la hoja que llevaba frente a
ella y comenzó a leer. –Amanda Arango, Roberto Beltrán, Rosa Martínez, Gabriel
Rosales, Abril Román y Dana Morales. Por favor, las personas que mencioné,
salgan del salón.
Hicimos
lo indicado y después ella hizo lo mismo. Nos llevó a una oficina que estaba al
fondo del pasillo, que ciertamente nunca había visitado.
-Bien, amores, necesito que se sienten
en el suelo. –Su tono ahora era un poco más suave que en el salón de clases.
El piso estaba alfombrado, así que
ninguno replicó. Todos miramos a nuestro alrededor, ya que era un sitio que
hasta ahora no conocíamos. Las paredes eran color caoba, y la alfombra era café
oscuro. Sólo había un escritorio y una silla detrás de él, aunque también
estaba una puerta (una distinta a la que habíamos utilizado para entrar), pero
nadie se atrevió a preguntar a donde llevaba.
-De seguro se están preguntando porque
los traje conmigo exactamente a ustedes.
Acertó.
-Bien, por sus caras puedo confirmar
que así es. –Sonrió y luego prosiguió. –En la hoja de aquella vez, se les
indicaba que escribieran que era lo que más les molestaba, les dolía, les
fastidiaba, hasta ahora. Muchos escribieron que el que sus papás no los dejaran
ver tele hasta tarde, otros el que sus hermanos los molestaran mucho, entre
otras cosas, pero ustedes, ustedes chicos, están aquí, porque necesitan apoyo
con los problemas que tienen en casa.
¿Eso quería decir que estábamos locos o
que para allá íbamos?
-Claro, no digo que los problemas de
los demás niños no sean grandes, pero cada quien tiene un grupo en el cual
habrá niños con problemas similares. Ahora, antes de continuar, todos ustedes
deben de hacer una promesa conmigo. –Nos miró a cada uno con una seriedad
extraña, y digo extraña porque su cara estaba muy cerca. –Deben de prometerme
que nada de lo que se diga aquí va a decirse allá afuera, ¿ok?
Todos prometimos no decir nada y
después vino lo difícil, ella nos pidió que contáramos enfrente de todos,
nuestro problema.
Ese día confirmé lo grande y doloroso
que podía ser el mundo. Me enteré de la enfermedad terminal del hermanito de
Amanda, y de las peleas diarias de sus papás por la desesperación de estar a
poco tiempo de perder a un hijo. Supe que Roberto vivía con sus tíos porque sus
papás habían muerto en un accidente, él también nos dijo que aún los extraña y
que procura que sus tíos no lo vean llorar para que no se preocupen. Rosa nos
dijo que hacia mucho tiempo que no tenía una verdadera charla con su mamá,
porque esta se la pasaba trabajando para darle una vida mejor, nos confesó que
ella realmente quería decirle a su mamá que solamente quería pasar tiempo
juntas. Gabriel nos dijo que hacía poco se había enterado que era adoptado, él
amaba mucho a sus padres adoptivos, pero enterarse de que los verdaderos no lo
quisieron fue un duro golpe. Antes de mí, fue Dana la que contó su problema. El
de ella era algo horrible, y no digo que los otros fueran menos, pero el de
Dana, era más bien grotesco, no por ella sino por su padrastro que la forzaba a
hacer cosas que ni siquiera quiero mencionar.
Cuando era mi turno para contar
todo, miré hacia los lados y todos éramos un mar de lágrimas. No pude evitar
llorar al escuchar las historias de mis compañeros, al ver su tristeza, que de
alguna manera me hacía sentir comprendida.
-Ahora vas tú, Abril. –Dijo la
psicóloga con el tono más dulce posible. Ella no estaba llorando, porque supongo
que en su trabajo muchas veces habrá visto eso, pero la simpatía que sentíamos
todos con ella era lo suficientemente grande como para poder confesar nuestro
dolor.
-Si. –Respondí mientras me limpiaba
la cara. –Hace unos meses murió mi abuela. –Levanté la vista y miré a mis
compañeros, que me escuchaban atentamente. –Esa era la primera vez que yo me
sentía así de triste. Creí que no iba a haber un sufrimiento peor para mí, creí
que alguien como yo no merecía un sufrimiento mayor, pero me equivoqué. Hace
unos días, perdí a la persona que era más importante para mí, y no es que haya
muerto, es que simplemente desapareció. –De nuevo las lágrimas brotaron, esta
vez ni siquiera me molesté en limpiarlas; con todo lo que había llorado
últimamente, sabía que no iba a parar por un buen rato. -Mi papá no era ese
monstruo, él era bueno, amable, cariñoso, él no era así, el padre que yo amaba
no era así.
-¿Así como? –Preguntó Dana que
mostraba terror en sus ojos.
-Él le ha pegado a mi mamá desde hace
tiempo… no sólo eso, le es infiel todo el tiempo y es… es… una mala persona,
pero yo también lo soy, porque no ayudé a mi mamá cuando pude. Soy una mala
persona, soy igual que él. –Todos me abrazaron y lloramos juntos. Era una
calidez impresionante, era como si de repente la soledad en mi corazón fuera
sacada de él por un momento y tan sólo hubiera empatía. Comprendíamos el dolor
del otro, sabíamos lo que era sentir rencor, tristeza, lástima, ira. Nadie dijo
nada por un buen rato, y eso fue lo que más me hizo sentir feliz, que de la
boca de nadie salió un: “pobre, que lástima, no te preocupes”, entre otras
cosas que últimamente escuchaba a menudo.
Después de un rato, todos dejamos de
llorar. Estábamos un poco más felices, al parecer todos necesitábamos llorar
frente a alguien que nos comprendiera aunque sea un poco. La psicóloga nos dijo
que al llegar a casa buscáramos algo que pudiéramos romper y en eso
descargáramos todo el sentimiento que teníamos dentro.
Esperamos un rato hasta que a
nuestros ojos se les quitara un poco lo hinchado, después volvimos a nuestro
salón. Desde entonces Amanda, Roberto, Rosa, Gabriel y Dana eran parte del
mismo mundo que yo.
Tengo entendido que ese día la
psicóloga pidió al Director permiso para hablar con la madre de Dana, no sé
exactamente que pasó después, pero ella se mudó el siguiente mes, y por
consecuencia se cambió de escuela, no volvimos a saber de ella, pero de todo
corazón espero que le vaya bien.
Al volver a casa corrí a mi
habitación en busca del objeto que sería víctima de mi tristeza. Encontré un
peluche de un conejo, que mi papá me había regalado cuando cumplí siete. Lo
puse justo en el medio de mi habitación y me puse de rodillas frente a él. Lo
miré fijamente durante unos minutos, después tomé una de sus orejas y la alcé,
acerqué las tijeras que tenía en la mano y cuando estuve a punto de cortar,
vinieron a mí las memorias que tanto me estaba esforzando por olvidar. Recordé
aquellos días donde mi papá llegaba del trabajo y yo lo recibía con un gran
abrazo, también esas veces donde mis hermanos me hacían llorar llamándome “inútil”,
“buena para nada”, “estúpida”, ya que siempre he sido algo torpe, pero mi papá
siempre iba a buscarme a donde fuera que me escondiera y me ayudaba a volver a
sonreír. Otra vez el dolor me inundó, el haber perdido a la persona que más
amaba era un dolor que nunca imaginé sentir, o por lo menos no así. Estaba
consciente de que algún día mi papá moriría, como todas las personas, pero
podía estar segura de que faltaría mucho tiempo para eso, que cuando pasara yo
sería lo suficientemente grande como para soportarlo.
Nunca imaginé que moriría así.
Lo maté, dentro de mí lo maté, y aunque
lo hice, no pude deshacerme de su recuerdo. En ese momento el conejo representaba
a él, al papá que tanto quise, y no podía matarlo, no de nuevo.
Tan sólo lloraba frente a su recuerdo. No pude hacerle nada, no pude
lastimarlo e incluso me daban ganas de abrazarlo y contarle sobre mi dolor,
pero resistí.
Tomé al conejo y lo metí en una caja, la
cual guardé al fondo de mi armario, como si esperara que así se guardaran mis
sentimientos. Dejé de llorar, tenía que bajar porque mi mamá me llamaba…
La cena estaba lista.